No logro recordar cuántas cosas me faltaron por enumerar.
A cada paso encuentro un lugar común, una palabra sujeta
a una incomprendida idea. Un fantasma que ronda mi cabeza.
A pesar del miedo, no retrocedo…
Aquel día la lluvia tenía su propia orquesta.
Me entretuve mirando a la gente correr.
Viendo las gotas caer.
Observé –como Cortázar- su aplastamiento, el suicidio de estos pequeños seres.
La lluvia, los amantes, los carros con los vidrios empañados
por dentro. Los corazones que se dibujan en las ventanas con
los dedos. Los conductores también son suicidas, pero a ellos
los nubla la idiotez, el estrés, no sé qué…
Aquellos dos que caminan, juegan, ríen, saltan charcos y se dan la mano,
me producen lástima.
¡Pobres!, no saben que esa calma al final los aplasta.
Que sólo es una trampa, que al final se arrebata y mata.
¡Ilusos!, no comprenden que esa felicidad no basta.
Que sólo es la que antecede al dolor, la fugaz anestesia que
se transforma en morfina, aniquilando la vida.
Me adelanto, me entristezco por ellos.
Miro en sus figuras dos gotas a punto de caer, de morir,
de ser inevitablemente aplastadas…
Natalia Rivas